Filth es la nueva adaptación cinematográfica de una de las obras de Irvine Welsh, autor de la novela Trainspotting. En esta ocasión otro británico, Jon S. Baird, es quien lleva a la gran pantalla ese angustioso universo literario y lo hace de la mano del detective Bruce Robertson, interpretado por un magnífico James McAvoy, en un relato bizarro lleno de inmundicia y alucinógenos dispuesto a escupirnos en la cara.
Bruce Robertson avisa en los primeros minutos del metraje, “nadie juega como yo” y dicho esto arrastra al espectador hacia un tablero de juego creado por y para él mismo del que nadie puede salir vencedor.
Tras un arranque directo y ágil, en el que la presentación de unos personajes caricaturescos se lleva a cabo mediante una dirección vistosa y ágil que llega a recordar el sello de Guy Ritchie, se nos plantea la que debe ser la búsqueda del personaje para alcanzar su objetivo; un chico a aparecido muerto, si el detective Robertson encuentra a los asesinos conseguirá el ascenso que tanto ansía.
Habitualmente todo protagonista tiene dos motivaciones, la externa que se presenta al espectador sin pudor y sirve como base a la historia, y una de carácter interno, más psicológica, que subyace en todas las acciones del personaje y que sale a la luz de una forma mucho más pausada. Filth no duda en saltarse la pauta, diluyendo el objetivo externo con la misma rapidez con la que se nos ha presentado hasta dejarlo en una mera excusa para iniciar y cerrar el relato. Filth es una invitación a navegar por lo más profundo de la psique del detective Robertson, una tormentosa travesía por la bajeza humana solo apta para estómagos curtidos. Aquellos que se hayan sentado en la butaca con la intención de ver algún atisbo de trabajo policial empezarán a sentirse incómodos.
El grueso de la película es un viaje por un sinfín de escenas que nos arrastran por la moral y la locura del protagonista, y en cómo éste dedica todos sus esfuerzos en desacreditar de las formas más pueriles a todo aquel que pueda suponer un obstáculo en su camino. Una vez estudiados los puntos débiles de sus compañeros, Bruce Robertson muestra un disfrute orgásmico a la hora de humillarlos y minimizar su moral, pese a las agresivas incursiones alucinógenas que sufre de modo in crescendo y que apuntillan cierta consciencia de sus actos. La historia se gusta en estas aguas enfangadas, y es gracias a esta retahíla de secuencias llenas de despropósitos, humor negro, sexo y alucinaciones donde el film llega a su clímax, atizando al espectador con sus inputs más notables, Clint Mansell y sus notas como la cuerda a la que agarrarnos cuando todo se tambalea y un McAvoy desenfrenado que da la cara por y para todo. A partir de ésta explosión psicodélica, la película parece agotarse a si misma y paradójicamente termina por perder el control de su personalidad.
Da la sensación que Jon S.Baird no ha podido despegarse de ninguno de los ingredientes que confeccionan la novela, y esto juega a su favor durante muchos minutos, generando la sensación de estar frente a una especie de cuento de navidad grotesco, pero que nunca llega a definirse como tesis moral o gamberrada. Finalmente todo parece descontrolarse –quizás de forma intencionada- generando un batiburrillo cercano a la saturación.
Todo se derrumba a la hora de despedirse, cuando se pretende convertir al monstruoso detective Robertson en un mortal herido y triste mediante el uso de unas excusas de aire naif que traicionan el tono general de la cinta y que desde luego nadie ha pedido a estas alturas. Quienes hayan disfrutado del viaje por la locura y las gamberradas del personaje pueden verse traicionados por esta búsqueda de justificación cercana al melodrama. La resolución del conflicto aparece forzada, sin la fuerza que nos ha acompañado todo el camino, pero quienes disfruten de universos incómodos y esté hambrientos de carnaza se encontrarán en su salsa durante gran parte de la cinta.
Filth se convierte en una gamberrada que adquiere consciencia de si misma, sonrojándose en el peor momento.